Dicha publicación se ha realizado en la revista Altaïr Magazine.
En su visita Jairo y María Ángeles no solo vinieron a presentar su libro, sino que aprovecharon para profundizar en el conocimiento que ya tenían del entorno del Embalse del Porma.
Prueba de su interés por nuestro entorno y su afán de conocerlo más es este interesante artículo que se transcribe.
He de señalar que me llamó poderosamente la atención el interés con que María Ángeles tomaba nota en las explicaciones en la Central hidroeléctrica y fuera de ella, a pie del muro, sentada en un ribazo del lugar.
Con la esperanza que os resulte tan interesante como lo ha sido para mi.
(Lorenzo Calvo)
—De segundo, truchas.
La
especialidad de la casa no ha variado, aunque el río que nutre la cocina ahora
es otro. Conserva el nombre, pero la temperatura de sus aguas ya no oscila
atada al tiempo atmosférico y su caudal tampoco depende del cielo.
Circunstancias raras estas, aunque no tanto cuando se atiende a las caprichosas
razones que lo explican.
Las truchas
fritas siempre van con jamón y llegan de costado sobre el plato. Los martes es
el día del cocido. La familia que lo regenta es la de toda la vida, la de
Felipe. Aunque ahora quien va de un lado para otro entre fogones y comensales
es Sonia, su hija, que no para. El ajetreo es contante todos los días de la
semana, lo mismo da la época del año. El salón está lleno, quince mesas con
manteles de tela a cuadros naranjas y verdes sin descanso, apenas el mínimo
resquicio para retirar las migajas desperdigadas y cambiar los cubiertos. «Hay
mucha movida de gente porque ya no hay invierno», cuenta Sonia, que ha salido a
saludar. El menú es lo más solicitado. Muchos de los huéspedes son habituales
—la familia con varios puestos de fruta en el mercadillo, un par de periodistas
de la radio local, Isidoro y la cháchara colgando, siete vecinos de la zona—,
que se mezclan con quienes sencillamente pasaban por aquí.
La fonda es
de las de toda la vida. Casa grande de doble altura. Piedra en la fachada de la
planta baja y también en el lateral, pintura blanca que enluce el primer piso,
ventanas grandes orladas. Sobria en mitad de la carretera LE-331, que une
Boñar con el embalse. Y cerquita del río, o de lo que ha quedado del río. Un
par de mesas de plástico con sus cuatro sillas componen la improvisada terraza.
Acompaña de fondo el ligero sonido del agua. Los coches pasan. Algunos paran.
Son las tres de la tarde de un lunes cualquiera de noviembre y la Venta de
Remellán bulle. Comida casera, platos abundantes, vino de la tierra.
«Hay mucha movida de gente porque ya no hay invierno»,
cuenta Sonia
Ahí llegan las cuatro truchas de costado y una tortilla que amenaza con desbordar el plato. En la venta se come bien, muy bien. Sucede desde hace tres generaciones, cuando el ingeniero y escritor Juan Benet se instaló aquí para ocuparse de la construcción de la presa que lo cambió todo. Todo. España entera estaba atrapada en otro siglo, con los años sesenta convertidos en años de «pertinaz sequía», en boca del dictador, un Francisco Franco obstinado en dominar la naturaleza hostil. Así fue como, bajo la batuta técnica de hombres como Benet, se impusieron paredes de hormigón a lo largo y ancho del territorio. Los muros. Promesas de un bien común sin destinatario explícito para solucionar el supuesto drama seco.
La antigua casa de huéspedes, según reza todavía la indicación del portón, ya no aloja. Lejos quedan aquellos tiempos en los que el famoso forastero, un madrileño con aires de inglés y casi dos metros de sobria estatura desde los que que supervisaba las obras, la usó de hospedaje familiar y lugar de trabajo. Fue entre estas paredes donde Benet retocó una y otra vez su novela más afamada, Volverás a Región. Los alrededores le sirvieron para sostener el estilo de una obra escrita sobre una historia mínima, un relato sin trama alguna sobre la que apuntalarse, como si lo más importante, tal vez como si lo único importante, fuera la imagen que estas tierras reflejaban en la mirada del escritor.
«Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra
siguiendo el antiguo camino real —porque el moderno dejó de serlo— se ve
obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable».
Las truchas
fueron y son el plato estrella. Un producto de la tierra o, mejor decir, del
agua que baña estas tierras. Porque las montañas de León son trucheras, ahora
puro deporte sin muerte. También son galleras. Lo contó Miguel Delibes en La
Vanguardia y en ABC, que en Boñar, a poco más de cuatro
kilómetros, se cultivaba la tradición de la cría de gallos por su pluma fina,
lustrosa y jaspeada, excelente para las artes de la pesca. «Tengo ahora
veintidós gallos de pluma distinta, que cada luna la trucha quiere una
diferente, por lo general de negra a blanca, conforme van templando las aguas»,
recogía una de las crónicas del literato vallisoletano.
Fue entre estas paredes donde Benet
retocó una y otra vez su novela más afamada, Volverás a Región
A medio camino
entre Boñar y Valdecastillo, la Venta de Remellán sigue siendo lugar de
encuentro. Centro de vida. Espacio de conversación entre truchas y tortillas
que no terminan. Alimento. Parada y descanso. Por las ventanas trata de colarse
el frío, de fondo un cielo gris que no termina de explotar. Aquí dentro da
igual el frío. Abrigo. Resuello en días de trasiego. Conversación de sobremesa.
Trajín para las camareras.
— ¿Queréis
un café?
Con el
arroyo de Oville nutriéndole por el costado, el Porma hace una de esas curvas
solo posibles para los ríos de montaña. Pero antes hay que cruzar la León 331,
la pequeña carretera como punto de conexión universal que incluye una parada en
la Venta de Remellán, el fogón de un territorio que no parece lo que escribió
Benet. Esta Región es ahora el eje vital de todo y de cualquier cosa al mismo
tiempo. A León hay 50 kilómetros, 380 a Madrid, menos de dos horas al mar con
olas del Cantábrico, un suspiro a las olas imposibles del embalse del Porma.
Para la hospitalidad del hogar no hace falta ni moverse. El aquí y el ahora
como en ningún sitio.
«Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia
adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y
un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de
escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva
imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca (…) Y, sin
embargo, esos estrechos y lujuriantes valles también están desiertos, más
desiertos incluso que el páramo porque nadie ha sido lo bastante fuerte para
fijarse allí. Porque si la tierra es dura y el paisaje es agreste es porque el
clima es recio».
Las montañas han menguado, el valle lo han borrado. No hay valle. Hay muro. El valle ya no está y en su lugar pusieron el muro. Pero el desierto que relató Benet en sus desalentadas jornadas de escritura y tragos de Johnnie Walker con hielo es de agua. Pura paradoja en una tierra que no ha querido perder su identidad. Pese a la pared de 320.000 metros cúbicos de hormigón que impide el paso a casi doce kilómetros cuadrados de lámina acuosa. Y que sepulta ocho poblaciones amenazadas de olvido, ocho poblaciones de memoria imborrable: Vegamián, Campillo, Lodares, Quintanilla, Armada y Ferreras, además de las expropiadas y despobladas pero no sumergidas Utrero y Camposolillo.
El embalse,
para que quede claro, es el del Porma. Nada de embalse Juan Benet, por mucho
que alguna placa tratara de tergiversar la realidad. El reconocimiento es al
río, frenado en seco a estas alturas, y no para quien se empeñó en
domesticarlo. Aunque tras su fallecimiento en 1993 quisieron honrar al
ingeniero que ahogó a los ocho pueblos. Porque ese es Benet para el recuerdo de
estos paisanos. La placa con el nombre del literato estaba lista para el acto
oficial y las fotos de rigor, pero los resultados electorales cambiaron el
panorama y la permuta política dejó aquel letrero arrinconado en el olvido de
una oficina de la empresa constructora. Hasta que Julián Martínez, uno de los
trabajadores en la represa y al mismo tiempo una de las personas expulsadas de
su pueblo por esa misma construcción, la encontró mejor aposento entre la
chatarra. Hablando de nombres, si acaso, este embalse también es el de
Vegamián, el mayor de los pueblos anegados, la infancia de Julio Llamazares y
el alma de tantos de sus escritos, también el lugar de nacimiento de Isidoro de
la Fuente, que tanto ha reivindicado sus raíces en el deneí. Lugar
de nacimiento: Vegamián, por mucho que el nombre ya ni figure en el sistema
informático. Y diga lo que diga la administración de turno.
Para la hospitalidad del hogar no
hace falta ni moverse. El aquí y el ahora como en ningún sitio
Además,
aquel madrileño con aires de inglés no fue el único técnico a cargo de las
obras. «Distintas fuentes me han confirmado que Juan Benet no estuvo todo el
tiempo al frente de la construcción de la presa. Parece que no llegó a estar ni
la mitad del tiempo que duró dicha construcción. Si la Administración hubiera
querido destacar la figura de los ingenieros que llevaron a cabo la
construcción de la presa, igual hubiera sido más exacto hablar de la presa
Mariano Palancar y Jacinto Hidalgo», escribe Lorenzo Calvo en una entrada del
blog ‘Boñar: el espíritu de las aguas’. Las historias a veces se cuentan a
medias, diga lo que diga una placa.
«Año
1968
M.O.P
Confederación Hidrográfica del Duero
Embalse
del Porma
Capacidad….
317.000.000 m3
Altura
de la presa…. .77 m
Longitud
coronación…. 250 m
Volumen
de hormigón…320.000 m3
Superficie
de regadíos… .45.000 has
Producción
energía 80×106 kw/m
Pueblos
afectados por el embalse
Vegamián,
Campillo, Armada, Lodares, Ferreras, Quintanilla, Utrero y Camposillo».
La inscripción que sí está junto al muro de la presa es la que es y detalla las hechuras técnicas de una barrera, con sus oquedades y pasadizos, que cambió para siempre el devenir de estas tierras. El valle se hizo embalse. Y donde hubo vida quedó el destierro. Pero no la nada. La Región leonesa que Benet no pudo imaginar está repleta de vida. Y de historias. De agua, de aguas en plural para ser más certeros. Con sus fuentes y sus caños, con sus caldas y sus puentes y sus captaciones, el agua tiene múltiples formas aquí, en este paraje tan cerca de todo, de la vida misma, que no hay vida sin agua, se mire desde donde se mire. Cierto es que la pesca de la trucha no volvió a ser la misma porque el caudal del río, también su temperatura, ya no depende de los vaivenes estacionales sino de los caprichos de la represa; ahora suelto agua, ahora no.
Construida
con fines principalmente de riego, la producción hidroeléctrica no arrancó en
1968. Por mucho que la placa lo diga, la central no se puso en marcha hasta
2004. Una concatenación de extraños intereses, algunos cambios de manos,
aquellas obras necesarias y demasiadas casualidades retrasaron 36 años la
puesta en funcionamiento de las máquinas. 36 años. Con una potencia instalada de
18.564 kilovatios, la energía producida va para León capital, el extractivismo
energético es lo que tiene. Qué sería de tantas capitales de provincia sin
tierras como esta Región leonesa. Y qué sería de tantos escritores —y de tantos
libros— sin un lugar único sobre los que recostar su sombra.
Con sus fuentes y sus caños, con sus
caldas y sus puentes y sus captaciones, el agua tiene múltiples formas aquí, en
este paraje tan cerca de todo, de la vida misma, que no hay vida sin agua, se
mire desde donde se mire
Tres turbinas Francis de color azul, tres generadores rojo pintalabios y unas verjas amarillas colorean como un parque infantil la fábrica de luz que hoy se esconde en una pequeña caseta a los pies del muro, bajo de la carretera. Pequeña y coqueta, presumida sobre todo cuando la luz solar le acaricia de costado, tres hombres se encargan de su mantenimiento además del técnico de la Confederación que participa en la toma decisiones: ahora sí se turbina, ahora no toca.
«Para llegar al desierto desde Región se necesita casi un día de coche. Las
pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el
curso de los ríos, sin enlace transversal».
Lo que Benet
no pudo imaginar es que a esta Región no hace falta llegar, en Región
sencillamente se está o no se está. Isidoro de la Fuente vive en el barrio
leonés de El Ejido y como trabajador de banca vivió en lugares muy remotos
desde que lo expulsaron de Vegamián, pero estuvo y está, claro que está en
Región. Y Julián Rodríguez quien, sin importar dónde estuviera destinado, nunca
se marchó de aquí. Y Lorenzo Calvo, que algunos días come en la venta y que
insufla aire a la asociación que lleva el nombre del blog, y que escribe, y que
pasea por los campos de Boñar y por sus aguas, y que dibuja senderos y que
recopila documentación y que organiza actividades, el mismo Lorenzo que
recuerda que esta Región no es un desierto, si acaso un desierto rebosante de
agua por todos lados. Abre un libro de Julio Llamazares, en el párrafo menos
esperado te atrapa ese aroma a territorio tan propio.
Con una potencia instalada de 18.564
kilovatios, la energía producida va para León capital, el extractivismo
energético es lo que tiene
Salutíferas,
ferruginosas, termales, abrevaderas, regantes, motoras, abundantes, frescas,
trucheras, galleras, energéticas. Aguas en plural. Deportivas, para remar a
lomos de un kayak y encontrarse (o perderse) en ese desierto acuoso que es el
embalse. Literarias, por supuesto la obra del propio Benet pero también el
contrapunto de Llamazares y la ruta literaria ‘El eco de la montaña’, que
cultiva al borde del embalse dos de las obras del escritor de Vegamián, Retrato de un bañista y Distintas formas de mirar el agua. «Hay
distintas formas de mirar el agua, depende de cada uno y de lo que busque. Pero
nosotros no podemos contemplarla sin respeto después de lo que nos supuso ni
despreciarla como hacen otros, esos que la malgastan porque no saben lo que
cuesta conseguirla. Yo la miro con respeto y emoción, pues se lo debo a mis
antepasados», reflexiona Agustín, uno de los protagonistas, en un alto de esta
ruta hasta Utrero. Miradas.
«El viaje, sin duda, no puede ser más desconsolador: una llanura sin
encanto, una meseta pobre y seca cortada al norte por el farallón calizo —donde
anidan unas águilas pequeñas como vencejos— que solo puede coronarse con la
cuerda; y por el este un desierto de ardiente yeso salpicado de rocas
basálticas, descompuestas y afiladas, que al parecer la Sierra ha ido soltando
con desgana para distraerse en sus largas y solitarias jornadas a lo largo de
siglos y huracanes».
Desierto.
Casi una veintena de veces cita Benet la palabra en su novela. Repleta de
descripciones, Volverás a Región obliga
a una lectura sin parpadeos, a una reflexión asfixiante ante la escasez de
puntos de fuga. A veces hay que echar un trago al pasar la página, toca reposar
y coger de aire de nuevo para expulsarlo durante esa imagen angustiosa que
refleja Benet sobre esta Región. Qué extraña su mirada. Qué ajena a este
alrededor.
Aquí al lado, y también con el Porma a un costado, o a la espalda o de frente, depende de cómo se mire, queda la Fundación Cerezales Antonino y Cinia (FCAYC), un centro de arte contemporáneo enmarcado por Cerezales del Condado, municipio de unos ochenta habitantes censados. De aquí mismo salió Antonino Fernández rumbo a México, un hijo de labradores que hizo carrera de la mano del grupo cervecero Modelo. Y aquí supo que quería sembrar un lugar de arte pensado por y para Región. «La Fundación está en el centro de todo, lo que pasa es que depende del lugar desde el que mires. Para la gente que vive aquí su pueblo es el centro del mundo y todo lo demás es periferia», explican desde el equipo de la Fundación.
Desde 2008
han organizado exposiciones como ‘REGIÓN (Los relatos). Cambio del paisaje y
políticas del agua’, expuesta en 2018 y que ahondaba en las transformaciones
del territorio por las obras hidráulicas a través de relatos tan dispares como
el literario y el político. También ha sido sede de conciertos, talleres,
seminarios, residencias, producciones propias y coproducciones, festivales,
viajes, rutas, más proyectos, proyectos de todo tipo y forma. «No enseñamos a
la gente del rural lo que es el arte contemporáneo. La cultura campesina
contiene las respuestas para muchos de los retos que tenemos en nuestro día a
día», indica el equipo de la FCAYL.
Las grandes
cristaleras de las fachadas norte y sur de la Fundación devuelven la imagen del
entorno, recordando de alguna forma que lo que hay aquí es lo que hace falta,
lo suficiente. Todo. Frente a ese pasaje tan solitario y sin encanto que
contempló Benet, el reflejo de un territorio de abrigo, de comida y de buenas
gentes, un cruce de culturas, territorio de agua, paisaje contemporáneo y rural
sin bucolismos buenistas, con verdades, con tierra —de territorio—.
«Arregló sus asuntos en la clínica, hizo las maletas y para no despertar
rumores se trasladó a una fonda de las afueras de Región, una venta aislada, situada
en el cruce de dos caminos».
Afuera o adentro, aislamiento o conexión. Periferia. Centro. Desierto. Vida. El agua cuando no ahoga. Formas de mirar a nuestro alrededor.
Maria Ángeles Fernández / Jairo
Marcos
Periodista en constante búsqueda, de historias, de
retos, de caminos y de contradicciones. El deseo y la inquietud de no
detenerme, avanzando o retrocediendo, me han llevado a varios lugares, nuevos
estudios y renovadas dudas. Lucho por entender y cuestionar cuanto nos rodea, a
través de (intra)historias y palabras. La denuncia de las desigualdades es un
empeño y dar la visibilidad arrebatada a las mujeres una obsesión. Desplazada.
/ Padece curiosidad crónica y arrastra una inquietud caótica que sazona con
meticulosidad extrema (ha pasado horas decidiendo la ubicación de una coma). Va
de allí para acá convenciéndose de que sus pasiones están íntimamente ligadas a
la productividad: tal vez por eso lo del Periodismo (freelance, que no
gratuito) y tal vez por eso lo de la Filosofía (como ayudante de doctor
periférico). Últimamente se dedica a no encajar en la mayoría de lugares. A
veces cuenta historias. Ambas han publicado 'Memorias ahogadas' (Pepitas de
calabaza, 2024)






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